La
nobleza solía apoyar al monarca, se comportara como se comporta
éste, con la finalidad de proteger mutuamente sus privilegios y
ventajas.
Los
componentes de las bandas de malhechores se apoyan unos a otros, sea
cual sea la naturaleza de sus actos, por parecidos motivos.
A
la gente corriente, sin embargo, le conviene otro estado de cosas. A
la gente corriente no le conviene que haya privilegios, ni ventajas.
La lealtad se tiene a los principios, no a las personas. Apoyar a
una persona que ha traicionado a los principios no es ser leal con
ella, puesto que con ello se le ayuda a reafirmarse en el error. Lo
leal consistiría precisamente en hacer lo contrario, explicarle que
no se ha comportado bien.
Es
obvio que donde rige la arbitrariedad un ciudadano de a pie tiene
todas las de perder.
Estas
cosas no se suelen ver en España, dado que nuestro país siempre ha
estado en manos de la oligarquía, y los oligarcas exigen la
obediencia absoluta. He aquí pues que los españoles que caen bajo
la influencia de un poderoso solo han de tener en cuenta tres
mandamientos: obedecer, obedecer y obedecer.
Con
lo dicho ya debería ser suficiente, puesto que el asunto es obvio.
Sin embargo, no se puede dejar de mencionar a esa gran cantidad de
gente que toma sus decisiones de forma irracional, siguiendo esos
impulsos suyos guiados más por su deseo que por el interés de
actuar de forma justa. Contra esto no hay nada, puesto que las
personas que actúan de este modo son las que menos dudan, o, dicho
de otro modo, las que más seguras están de haber tomado la decisión
correcta. Se creen buenas personas y, puestas en la necesidad, serían
capaces de encontrar argumentos que conducen al resultado que han
elegido previamente.
Confundir
los deseos con los principios no es muy digno, pero se hace y muy a
menudo, por cierto.
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