No
es raro que personas que se desenvuelven dentro de unos límites
aceptables tengan trato frecuente con otras de las que se sabe que
no se frenan cuando de cometer una maldad se trata.
Ya
se sabe que la mayoría necesitan de una coartada para perpetrar la
maldad que proyectan, y que en bastantes casos esa coartada puede ser
bastante infantil. En el caso de los psicópatas, basta con que
vislumbren que pueden conseguir algo para que se decidan.
En
gran parte de los casos, las fechorías son de esas que quedan
impunes, porque las leyes no pueden abarcarlo todo.
Y
el hecho de que perpetren sus fechorías no suele hacer que disminuya
el número de sus amigos. Incluso los hay que les admiran. Y es que
el mal ejerce un notable influjo. El mal es destrucción y es
violencia. Y el ser humano a menudo siente la pulsión de destruir,
que reprime en la mayor parte de los casos. Quizá esos deseos de
ejercer la violencia y de destruir cosas que han quedado reprimidos
son los que llevan a muchos a admirar a quienes sí que los llevan a
cabo. Los entienden puesto que a ellos también les hubiera gustado
hacerlo.
Hay
otra cuestión que no quiero callar. Quienes tratan con estas
personas malvadas no se sienten cohibidos en el plano moral por
ellos, como sí que podría ocurrir con otros cuya sujeción a un
código de conducta fuera tan evidente que les obligarse a darse
cuenta de que lo su modo de vida tiene más que ver la con la
satisfacción de caprichos que con código alguno. Con estos últimos
sufren una suerte de humillación interior a la que no hay lugar
cuando tratan con aquellos con los que se sienten moralmente
superiores. Comparados con éstos incluso se sienten buenos, cosa que
no les desagrada del todo si la pueden conseguir sin esfuerzo.
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