domingo, 13 de febrero de 2011

Un día a la vez

Sentada frente a la ventana, veo pasar un carro tras otro. Detrás del portón de la entrada, más allá de las casa de enfrente, el cielo azul con algunas nubes que impiden que los rayos del sol ingresen totalmente en el corredor de mi apartamento.
El viento mueve las ramas de un árbol de la hermosa casa de adobe que colinda con la mole de cemento en la cual vivo. El sonido se confunde con el ruido que provocan las gotas de lluvia cuando caen sobre el cemento.
Una tarde de domingo; un domingo que avanza poco a poco entre lecturas, trabajo, búsquedas en la internet. No hay vacío... no hay angustia... solo disfruto cada línea que leo, cada imagen que observo, cada línea que corrijo. De pronto, disfruto la sensación de frío en los pies desnudos o el sabor del café en mi boca, mientras el sonido de los carros interrumpe el silencio de esta tarde de domingo.
Recuerdo que durante mi niñez, los domingos eran los días de más movimiento. Tíos y primos, hermanos y madres, nos visitábamos, íbamos juntos de paseo a algún potrero o nos tomábamos un café con leche frente al televisor.
Con los años, la casa se llenaba de sobrinos que corrían de un lado a otro de la casa, mientras yo trataba de concentrarme en alguna lectura académica. Ahora extraño esas risas y gritos infantiles y la dulce conversación de mi madre sentada en una mecedora en el corredor de la casa, disfrutando del fresco de la tarde y viendo pasar a la gente por la calle.
El sonido de la televisión que dejé encendida me regresa al presente; de nuevo los carros que pasan frente al apartamento y la sensación de frío en los pies...
El tiempo pasa minuto a minuto... un día a la vez. Un día más y una nueva oportunidad para, como el oráculo de Delfos recomienda... conocerme a mí misma. Dejar a un lado los recuerdos, ignorar el ruido de los carros y de la tele y concentrarme en la sensación de frío en los pies y en el sabor a café en mi boca.

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